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Durante sus más de 12 años de pontificado, el papa Francisco trabajó incansablemente por acercar la Iglesia a los más desfavorecidos, simplificar su estructura, hacerla más transparente y promover una nueva forma de liderazgo pastoral basada en la misericordia, la justicia social y la escucha.
Desde su elección en 2013, cuando eligió el nombre de Francisco inspirado por san Francisco de Asís, marcó un cambio radical. En sus primeras palabras, pidió una Iglesia “pobre para los pobres”, y eso guió cada paso de su papado. Reformó la Curia romana con la Constitución Praedicate Evangelium, eliminó privilegios, reordenó las finanzas del Vaticano e impulsó ministerios dedicados a la evangelización y a la economía ética.
Francisco también enfrentó la crisis de los abusos sexuales dentro de la Iglesia, estableciendo protocolos y promoviendo la escucha a las víctimas, aunque reconoció que aún quedaba mucho por hacer.
Su opción por los últimos se reflejó en sus constantes viajes a las “periferias existenciales”, como él las llamaba. Visitó migrantes en Lampedusa, habló con minorías religiosas en Asia y África, y defendió a refugiados, indígenas y marginados. Promovió la inclusión de personas homosexuales y divorciadas, y pidió una Iglesia más abierta y humana.
Vivió con humildad: renunció a los apartamentos papales y residió en la Casa Santa Marta. Su estilo directo y sencillo le ganó respeto, pero también fuertes críticas, especialmente del ala más conservadora de la Iglesia, que nunca aceptó del todo sus reformas.
Su herencia se extiende también a su encíclica Laudato si’, en la que abogó por la protección de la “casa común” y la fraternidad universal. Fue un líder espiritual que desafió estructuras, habló por los que no tienen voz y trató de devolver a la Iglesia su papel como defensora de los más necesitados.
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