Imagen vía web Larousse Cocina
Una de las bebidas que se ha mantenido en la vida cotidiana de los mexicanos es el café, pero la versión que más presente está en la cultura y momentos de esparcimiento es el café de olla.
Ya sea en los velorios, en las frías mañanas o después de una larga jornada, pocas cosas reconfortan tanto como el aroma a canela del café de olla; especiado con piloncillo, clavo, cardamomo o piel de naranja, esta bebida conserva el calor del barro en el que se prepara y la tradición que le precede.
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El origen de los ingredientes
El origen de esta bebida se remonta con la llegada de los granos de café y las especias. De acuerdo con diversos cronistas, el café era un producto de importación a principios del siglo XVIII que provenía de Haití desde 1715 pero en México comenzó a consumirse hacia 1790, pese al gusto predominante del chocolate y el atole.
A la par, el piloncillo, derivado de la caña de azúcar cultivada en México, se convirtió en endulzante esencial, desplazando a la miel indígena. Su unión con las especias de influencia árabe traídas por los españoles sentó las bases del café de olla.
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Ya en el siglo XIX, los cafés se volvieron puntos de encuentro y conspiración durante los movimientos independentistas. Pero fue en la Revolución Mexicana (1910-1917) cuando, según la tradición oral, las Adelitas popularizaron el café de olla como mezcla práctica y reconfortante para los combatientes.
Sin embargo, más allá de su origen exacto, esta bebida se extendió gracias a las mujeres que lo ofrecían en las calles con ollas de barro sobre fogones improvisados y al día de hoy, pese a ser sustituido por el café soluble, su sabor único y su carga de memoria lo mantienen como símbolo de hospitalidad y tradición.